La leyenda de la seda (Cuento chino).
Allá en las remotas épocas, quince siglos antes de la Era cristiana, vivía una preciosa niña, hija de uno de los más poderosos caballeros del Celeste Imperio, cuyas virtudes y bondades cautivaban la admiración de todos. Los jóvenes la deseaban por esposa, causaba envidia a las demás doncellas de su edad, y los viejos la respetaban por el cariño filial que profesaba a sus padres.
Los tres únicos individuos de aquella familia eran felices; poseían una fortuna, disfrutaban de buena salud y les tributaban más honores de los que ellos hubieran deseado. El amor de los esposos y el cariño de la hija hacían de aquel hogar un templo de felicidad.
Un día el padre desapareció de la casa, sin que nadie pudiera explicarse la causa. Había salido por la mañana a dar un paseo a caballo, cosa que no extrañó a la familia, porque esta era su diversión favorita; pero sucedió que al anochecer se presentó sólo el caballo sin el jinete que lo montaba. Fue esta la primera nube que empañó la alegría que reinaba en aquel templo, hasta entonces consagrado a la felicidad doméstica. Pasaban días y semanas y el padre no aparecía. La mirada alegre y bondadosa de la madre, se tornó triste, y temióse, no sin fundamento, que aquella desgracia había de acabar con su vida. La hija no quiso en adelante vestir otro traje que el blanco, que es el color de luto en China, negándose a tomar alimento, ni ver a persona alguna, hasta saber noticias de su padre.
La desconsolada madre, tan afligida por la melancolía de su hija como por la pérdida de su esposo, prometió grandes sumas a quien lograra encontrarle. Todo en vano.
Ya se desesperaba del éxito, y cuando Chinan, que así se llamaba la niña, viendo que el caballo alargaba la cabeza y relinchaba tristemente, siempre que ella pasaba por delante de él, se preguntó un día:
- ¿Qué me querrá decir ese noble animal?... ¡Oh, qué idea! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
Y sin detenerse, fue muy gozosa a buscar a su madre para decirle que al día siguiente quería dar un paseo a caballo, la madre creyó que era un capricho, que no debía negarle.
Antes de amanecer estaba Chinan vestida con su traje de equitación, e hizo colocar en el arzón una preciosa maletita, mientras el caballo piafaba inquieto, y relinchaba, alegre y como si conociera el designio de su dueña. Montó la joven, y cuando se hubo afirmado en la silla, partió el fogoso animal a galope tendido.
¿A dónde iba la niña montada en su brioso corcel? Nadie lo sabe. Atravesó dilatadas campiñas, áridas sierras, amenos valles, sin que el infatigable cuadrúpedo cejase un punto en su vertiginosa carrera hasta llegar a una espaciosa cañada ceñida por montañas altísimas. Allí se detuvo algunos instantes para tomar aliento, y se dirigió al pie de una montaña, en cuya base, cuando estuvo cerca, distinguió la joven una ancha abertura. Quiso contener al caballo, pero éste, indócil a la brida, penetró resuelto en el oscurísimo túnel. La niña sintió entonces miedo, y tendiéndose sobre el caballo, se agarró fuertemente a las crines, y le dejó marchar a su antojo. El piso debía de ser muy suave, pues apenas se percibía el ruido de los pasos.
Al cabo de una media hora, creyó distinguir alguna claridad: oyó el crujido de ramaje que arrancaba girones a su vestido, y por último se halló en un estrecho valle poblado de árboles frondosísimos. El caballo lanzó un relincho de alegría, y a pocos instantes apareció un anciano; al arrojarse del caballo la niña, cayó en los brazos de su padre, que estrechándola con ternura, exclamó:
- El cielo te ha traído, hija mía.
Se dirigieron a una gruta, comieron de las exquisitas provisiones que había llevado la niña, tomaron una taza de té con generosos licores, y después refirió al padre lo que le había sucedido.
- El día –dijo- que salí de la casa me encontré en un árbol algunos capullos, como los que ves aquí. , me puse a deshacerlos con mucha atención sin pensar que el caballo marchaba sin dirección a la aventura, hasta que observé que el sol se aproximaba al ocaso. Preocupado por una idea fija, espoleé al animal sin saber a dónde me dirigía, y corriendo al galope, recorrí una distancia que no puedo calcular porque era ya de noche, sólo recuerdo que el caballo se detuvo un momento: apreté los acicates, y al poco tiempo me encontré en este valle, pero tan magullado y falto de fuerzas que hube de apearme para descansar, esperando la vuelta del día. Amaneció, pero acosado por el hambre subí a una morera para tomar algún alimento, y al tiempo de viajar me faltó un pie y caí en el suelo, privado de sentidos. Ignoro cuánto tiempo permanecí en ese estado; sólo sé que al volver en mí, el caballo había desaparecido. Traté de buscar una salida de esta cárcel: entre muchas cavernas, pero todas, a más o menos distancia, estaban cerradas con muros impenetrables. El espeso jaral por donde has atravesado para llegar aquí me ha impedido ver la entrada de ese pasadizo, que debe de ser el que yo recorrí también. Resignado con mi suerte, me metí en esta gruta; los frutos de los árboles, diversas raíces y algunos animalitos cazados a fuerza de astucia me han proporcionado frugal alimento. Encendí fuego frotando dos palos secos y logré fabricar estos toscos utensilios de barro. Pero he hecho un descubrimiento importante. ¿Ves estas madejas de finísimas fibras? Pues es la obra de un insecto que se llamará el gusano de la seda. He estudiado sus costumbres, y ya sé cómo se cría: he recogido mucha semilla, y pronto tendremos en casa una industria nueva. Pero yo suspiraba por salir de aquí y más de una vez he soñado que estaba con tu madre en el campo y te veíamos pasar por los aires montada en un fogoso corcel. El cielo ha realizado mis sueños, y en premio de tu amor, hija mía, se ha de hacer de estas madejas tu velo nupcial, que será el primer velo de seda usado en el mundo.
Chinan abrazó a su padre, y derramando lágrimas de dulcísimo consuelo exclamó:
- ¡Bendito sea el buen Dios que me ha conducido! Puesto que ya hemos descansado, marchemos, padre mío, antes de que sea más tarde.
Montaron los dos a caballo, y al anochecer entraban alegres y felices en su casa. Pasadas las primeras muestras de indecible regocijo, el anciano contó de nuevo su historia, y Chinan las peripecias de su viaje.
Pocos meses después contemplaban atónitos los habitantes del Celeste Imperio el primer velo de seda.
Ved por qué dicen los chinos que la seda es un don concedido por el cielo a la piedad filial.
Saturnino Calleja, 1901.